Canal Abierto continúa con la publicación de cada uno de los capítulos
del libro Pibes. Memorias de la militancia estudiantil de los años setenta,
de Hernán López Echagüe.
III.
Este Mandrake hecho de bosta y alborada. No me habla de lo mejor que tuvimos, de lo hermoso que fue estar todos juntos en esos meses, en esos pocos años, el uno al lado del otro; no, me trae, me trajo la desgracia, me la recordó, me trajo, nos trajo, a todos nosotros, el corredor de la muerte, como si la muerte fuera una cosa sin sentido. ¿Lo es? Que alguien lo diga, que alguien me tire argumentos frescos y me asegure que la muerte no tiene sentido, que vivir vale la pena aunque sea hacerlo de rodillas dobladas y a la marchanta. Vamos, gente, que la vida es para llevarla hasta sus últimas consecuencias, nos decía Chiche, me decía el Oveja, que la vida éramos nosotros, sin todos los millares de nosotros la vida, en aquellos años y ahora, no hubiera sido más que una tregua entre el merodeo y el letargo. Pero caímos en la presunción, en esa cavidad morbosa del engreimiento. Suponíamos que todos nos querían. Que éramos amados. Que nuestra causa era la causa de todos, de todos, absolutamente todos. La ciudad era nuestra casa. Conocíamos cada rincón, cada atajo, cada secreto. Como si siempre la hubiéramos habitado. A pesar de la edad. Éramos estudiantes. ¿Qué teníamos? Pocos años. Los viejos, no más que diecinueve, acaso veinte, veintiuno. Y nada se nos escapaba a los ojos. El cambio del mundo estaba a nuestro alcance, nosotros lo conseguiríamos, seríamos los hacedores de un mundo nuevo. Podíamos agarrar el río con una mano. Nos animaba el afán de pertenencia y de permanencia. Nos molestaba la indiferencia de los otros jóvenes, los teníamos por estúpidos. En aquel tiempo, más allá de la lectura de los escritos de Cooke, Hernández Arregui, Jauretche…, en mis manos cayó un escrito de Gramsci, del que no sabía más que había sido un comunista italiano: «Odio a los indiferentes. La indiferencia es parasitismo, es bellaquería, no es vida. Por eso odio a los indiferentes. La indiferencia es el peso muerto de la historia. La indiferencia obra de manera potente en la historia, actúa pasivamente, pero actúa. Es la fatalidad, es aquello sobre lo cual no se puede contar. Es aquello que arruina los programas, que destruye los planes mejor construidos. Es la materia bruta que destruye la inteligencia. Aquello que sucede, el mal que cae sobre todos. Sucede porque la masa de los hombres abriga esa voluntad, deja promulgar leyes que solo la revuelta podría rechazar; deja subir al poder a hombres que solo un amotinamiento podría sacar”.
Sí. Eso y eso y eso. El mutismo y la resignación eran una muestra de complicidad con el sistema. Flotar a la deriva, sin rumbo cierto, entregándote al capricho de la marea: conducta del derrotado, del imbécil, del sostén civil de la opresión. Un papanatas de cuarta. Había que echarse a nadar. Nos reíamos, gozábamos, cantábamos canciones que hablaban de la revolución, hacíamos el amor, nos reuníamos en cualquier plaza, discutíamos, nos tocábamos, nos encontrábamos en peñas y en actos y en marchas. Todo parecía tan fácil. Todo era fiesta. El destino y la voluntad confluían con resolución. En los ojos y en las voces y en los abrazos había fiesta. La mejor celebración de la vida que nunca nadie en el mundo podrá figurarse. ¿O cómo llamar a esa conjunción de satisfacción, bailoteo, amor y revolución cercana que nos hacía movernos, andar, escuchar? Dominábamos las agujas del reloj. Teníamos el don de crear el tiempo y gobernarlo como nos diera la gana. Habíamos inaugurado una cronología del placer en la que no había minuto para la pausa ni el descanso. Ni noche ni día. No había ocaso ni amanecer. El reposo era un hábito burgués. La quietud, un pecado. Estábamos sumergidos en un continuo ahora de baba, de cosa de aglutinamiento maniático, un ahora de ya y ya, un ahora de siempre y además, y de más y más allá del día, de la visión, del ensueño revolucionario, un ahora de sí, por supuesto, adelante, y que vamos y vamos y que ningún idiota cometiera la insensatez de insinuarnos un rellano, un respaldo en el que apoyar los huesos, porque lo dejaríamos boca arriba. Huracán de palabras. El que piense que estábamos chiflados, o que no éramos otra cosa que un rebaño de adolescentes ingenuos pastoreado por una manga de energúmenos que nos dirigía y nos conducía a su cantar, y que nuestra vida consistía en recitar palabras que nos hacían llegar desde una comisaría montonera, no es más que un necio de maravilla. O un infeliz al que nunca lo atacó el deseo, ni el más melancólico y vago deseo de destruir el estado de las cosas de este mundo heredado, mundo hipócrita, humanidad metida en una armadura de normas y leyes que lo único que provocan es el deseo de violarlas. No, no, no: la necesidad imperiosa de violarlas, de quemarlas, y crear nuevas leyes, nuevas normas, fundadas en el sentido común, en el bienestar de todos. Nada nuevo en el horizonte. Lo escribió Oscar Wilde en 1891: “Puedo entender que un hombre acepte las leyes que protegen la propiedad privada y admiten su acumulación en tanto esas condiciones le permitan llevar una forma de vida bella e intelectual. Pero para mí es casi increíble que un hombre cuya vida es destrozada por tales leyes, pueda consentir su continuidad”.
(— ¿Por qué en ese momento? ¿Todavía creés hoy que era el momento adecuado, un momento histórico?
— A los pibes siempre nos dijeron que debemos esperar, que no debemos apresurarnos, que los cambios y vueltas de este sistema de mierda llevan su tiempo. En esa época tenía diecinueve, veinte años. Ahora llevo casi cuarenta escuchando lo mismo: tiempo al tiempo, muchacho. Ya no soy muchacho. Ya no somos muchachos. Y dale que dale con ese asunto de que uno debe esperar la coyuntura más favorable. ¿Qué es la coyuntura? ¿Cada día es una coyuntura? ¿En qué momento de la vida de uno deja de existir la coyuntura? ¿Qué es favorable? ¿Favorable a quién o a quiénes? Y mientras uno aguardaba que llegara la coyuntura favorable, cosa que tal vez nunca llegue a tener vena ni lugar, los jóvenes íbamos desparramándonos, desmembrándonos, obedeciendo, sometiéndonos, encandilándanos, estupidizándonos. Desapareciendo, poco a poco, en el barro de la conformidad.
— No había cómo eludir el momento.
— Supongo que sí lo había. Quedándote en tu casa, cerrando los ojos, haciendo de cuenta que todo te resbalaba. Que la vida andaba por otra parte, que nada de lo que hicieras o dijeras iba a servir. La mecánica de la dejadez, de los oídos sordos y la boca sellada, ¿no? Pero la historia nos había plantado en ese lugar, en ese tiempo, a los apurones y sin pedirnos permiso. Así y allí estábamos, inagotables y a los piques, balanceándonos en el columpio de la historia, listos a dar la vida por mandato de la historia, y, se te parece, por ciencia infusa.
— Un compromiso generacional con una causa.
— Eso suena estúpido y aventurero. Las generaciones. Que tal o cuál generación. ¿Quién se pone a pensar en una u otra generación cuando lo ataca el bichito de hacer? ¿Qué causa? ¿Qué compromiso? Nuestra vida estaba fundada en otras cosas. Depende de quién te responda, claro. Nuestra vida, nuestros pasos, nuestras palabras, estaban fundadas en la alegría, aunque suene a perejilada. Ni Lennon ni Tony ni Chiche y yo éramos estudiosos del tema de la revolución, ni de la lucha de clases, éramos pibes que andábamos con una terrible sensación de angustia, ganas de mandar todo al carajo, estábamos podridos de lo que pasaba a nuestro lado sin tomar partido. El partido, en ese momento, fue la UES. Y ahí nos hicimos tipo hombre, algo por el estilo, tipo que habíamos encontrado un lugar en el que desparramar nuestras cosas, de tenderlas de viento a viento, de compartirlas, de reunirlas, de padecerlas juntos y juntos tratar de darle un sentido, un más allá del lamento. Pero creo que vos jamás podrás entenderlo. ¿Qué hacías en esa época? ¿En qué mundo de fantoches estabas viviendo? Escribí, anotá, grabá, publicá tu libro de mierda, pero nunca vas a entender de qué estoy hablando.
— Bueno, por eso estamos acá, hablando, porque quiero saber, porque quiero entender.
— ¿Querés entender? Cuando entiendas algo, contámelo, así lo entendemos juntos, así lo entendemos todos los que seguimos haciendo horas extras en la vida. Si te sirve, te cuento que días antes de volver del exilio, o tal vez cuando ya estaba acá, no lo sé muy bien y creo que eso no importa, jugué al poeta y escribí en una hoja de un cuaderno de tapa dura: y si entre los copos del viento norte, digamos, los copos de ojos, cae el silencio y cae la atmósfera embalsamada de los ojos cerrados de la madre, y si entre los perfumes abiertos de boca de ella caen retazos de papel escrito, fragmentos de cartas nunca escritas, y si el almíbar se convierte en piedra, y si de la piedra ojos copos cerrados de ella brotan insultos. Es que estamos así, asediándonos, al mareo, desapareciendo de la nada).