Canal Abierto continúa con la publicación de los capítulos del libro
Pibes. Memorias de la militancia estudiantil de los años setenta,
de Hernán López Echagüe.
[mks_dropcap style=»letter» size=»52″ bg_color=»#ffffff» txt_color=»#b2b2b2″]X.[/mks_dropcap]El Oveja Valladares me dijo que no hay una representación absoluta de la muerte, que no la puede haber por la sencilla razón de que la muerte no existe, no tiene existencia, propiedad, masa, cuerpo. Porque la muerte, a diferencia de la vida, es resbalón. Porque la muerte es una abstracción a la que no le debemos respeto pero sí un poco de atención.
Hasta que un día de agosto de 1974 nos enteramos de que habían matado al Roña, al Roña Eduardo Beckerman, de la UES; a Pablo “El Gringo” Van Lierde, de Montoneros, y a Carlos Baglietto, de la Juventud Trabajadora Peronista. Los secuestraron a la salida de un bar de Bernal y los llevaron a un campo baldío y los fusilaron. La Triple A. El Roña tenía 19 años. El bar, no es broma, se llamaba El Chiche. En esos días el Oveja me dijo que se había terminado la tregua que a veces te da la muerte. Creo que a partir de ese momento algunos tuvimos una idea más cercana a ese asunto de morir, de no estar nunca más, porque del valor de entregarse hasta la muerte sí hablábamos siempre, echando frases soberbias. Patria o muerte, por caso. ¿Qué era la patria? ¿Qué forma tenía, qué ojos, qué perfume, que manos y piel tenía la patria? La patria, en todo caso, tenía los ojos, el olor, las manos y la piel de tu compañero, en especial de los compañeros que eran tus amigos. Porque lo que nos enlazaba, en primer lugar, era la amistad. Entreverados en la militancia había de todo un poco. Arribistas, pibes que andaban a la moda de la militancia porque ser militante resultaba piola y seductor, locos empecinados en su locura de revolución ya, pibes que actuaban a la manera de enfermeros de la revolución, absolutistas, creyentes, patriotas, convencidos. Algunos meditaban en el ser, otros en el parecer. Otros querían sexo. Y no era extraño que muchas veces infundieran más confianza y convicción los que parecían ser lo que no eran. Todos pibes buenos, nobles, llenos de una alegría difícil, o, si querés literatura, pibes en el vaivén del atronador cosmos de la militancia, de la lucha día a día contra un sistema salvaje y pavoroso. Pibes de los mejores. Igual, no creo que pueda existir pureza en un movimiento revolucionario. El hecho revolucionario jamás podrá ser puro ni casto. No es libre de barro. Parte de una serie de subjetividades que están fundadas en restricciones y condiciones. Lo puro y lo casto son categorías de cuentos reaccionarios para pibitos.
Con Chiche, Lennon y Tony, antes que una misma sensación de las cosas malas, las cosas muy jodidas y malas que pasaban a nuestro lado, ocurrió esa cosa morocha del amigarse, de pulsiones de vaya uno a saber en qué vena zapatean. Creo que nos queríamos, que confiábamos el uno en el otro más allá de lo que pudiéramos entender y pensar de lo que estábamos haciendo. En realidad, creo que habría sido más fácil hacer una revolución con quinientos amigos de la naturaleza de Chiche, Tony y Lennon, que con cinco mil militantes revolucionarios bien entrenados.
A la China la conocí en la cola del velorio de Perón. Ella me dijo hace días que no fue así. Pero a la China se le empastaron los recuerdos. O tiene una interpretación de los hechos diferente a la mía. Ningún recuerdo puede ajustarse al pie de la letra. Los recuerdos son evocaciones de momentos y circunstancias que tienen a las creencias de ahora, de muchos años más tarde, como un cedazo que separa las sensaciones.
Las columnas de la UES, miles de pibes, avanzaban a paso corto por avenida Callao y doblaban en la calle Marcelo T. de Alvear, camino casi caracol al Congreso. Un mediodía de julio muy julio, muy frío, de llovizna sin parar, a punto de escarcha. Estaba hasta los pelos de gripe y de borrones de pus en la garganta. Pero me levanté y me puse los vaqueros farwest, las botitas de gamuza gastada, una polera de algodón negro, una campera de nylon, marrón, en uno de los bolsillos de atrás del vaquero metí las llaves y en el otro medio rollo de papel higiénico para secarme los mocos, y me puse a caminar hacia la puerta. Mamá me cortó el paso a pechazos en el pasillo y a los gritos me dijo que si salía de esa casa para juntarme con toda esa chusma peronista, nunca más me dejaría entrar. Si te atreves a salir de esta casa, mi ángel, es el adiós definitivo, nunca más vas a volver a entrar. Me dijo.
Bajo la llovizna, caminando por la vereda a metros de la columna en la que me puse marchar con los pibes del Sarmiento, había una compañera de rulos negros y barrigones, ojos de gato, que andaba de acá para allá con un morral al hombro. Se movía como una gacela en el medio del asfalto mojado, a los saltitos, como en punta de pié. Lennon me dijo que era una compañera de la enfermería. Salí de la columna de la UES del Sarmiento a los codazos y me acerqué a ella. No sabía qué decirle. Que me dolía la cabeza. Que me dolían los huesos y me iba en fiebre. Ella largó una sonrisa y me dio una aspirina y me dijo que no tenía agua. No importa. Me puse a masticar la aspirina, fingiendo indiferencia, como si no me molestara el sabor de esa pasta amarga en el paladar. Nos saludamos con un beso en la mejilla y ella, mientras se alejaba por la vereda, pegó media vuelta y sin dejar de caminar hacia atrás, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, gritó: “¡Yo soy la China!”. Me quedé mirándola, con un brazo en alto, saludándola, a poco de gritarle ¡yo soy…. Entonces escuché los gritos llenos de angustia: “¡Mi ángel, mi ángel, dónde estás!”. Miré hacia atrás y vi que por la vereda, ladeando la marcha, con una bolsa de compras colgada al hombro, de la que asomaba el pico de una botella, se acercaba mamá, tambaleándose, tomando a uno y otro compañero del antebrazo, preguntando por mí. “¡Mi ángel, mi ángel!”. Me puse a caminar casi al vuelo hacia Córdoba, tal vez por Paraná. Mamá me agarró del cuello de la campera cuando estaba a poco de cruzar la avenida. Desde la esquina de Paraguay todos los pibes de la UES miraban la escena. Me dio un ataque de rabia y vergüenza. Tomé con fuerza la muñeca de mamá, la de la mano que me estaba sujetando la campera, me di vuelta sin soltarla y le grité: “¡Sos una pelotuda, una vieja de mierda, alcohólica y gorila! ¡Andate de acá!”. La solté. No dijo nada. Empezó a irse. Alberto Migré podría redondear: “Ella empezó a irse en todo sentido”. Pero no fue así. La mejor amiga, la mejor confidente que tuve durante mi militancia fue mamá. A ella no le causaba ningún recelo que su hijo menor militara. El problema era que militara con peronistas. Yo le decía una y otra vez que no era así, que el peronismo me parecía un movimiento conservador, en muchas cosas reaccionario, y además servilmente capitalista, y que mi formación era otra, quizá marxista—leninista. “¿Y entonces por qué te vas con estos pobres diablos peronistas y encima me los traes a casa?”.
No creo que puedas entender la respuesta, mamá. No creo que puedas encontrarle ni brisa de juicio. Nunca. A mí, tantos, pero tantos años después, me cuesta responderte, me cuesta responderme. Ni la menor idea. Qué sé yo, era un momento revolucionario. Nos parecían importantes algunas cosas que nunca nos habían parecido importantes, y muy pelotudas muchas otras cosas que hasta ese momento nos habían parecido importantes. La razón estaba de nuestro lado porque el mundo era una pocilga, un prostíbulo sin límites, un mundo de ideas engañosas, de imposturas. Y ahí estábamos nosotros, mamá. Para cantar una estrofa, al menos un verso. Para decirles: “¡No pasarán!”. Sí, no te rías mamá. No iban a pasar. No iban a perdurar. Nosotros sabíamos que el presente era lucha y el futuro nuestro, de toda la gente, de los de aquí, de los de allá, de los de todas partes. Salió todo mal.
O no. Pessoa: de todo, quedaron tres cosas: la certeza de que estaba siempre comenzando, la certeza de que había que seguir y la certeza de que sería interrumpido antes de terminar. Hacer de la interrupción un camino nuevo, hacer de la caída, un paso de danza; del miedo, una escalera; del sueño, un puente, de la búsqueda…un encuentro.
Mirá, mamá, nunca te lo conté y se me antoja que ahora vale la pena contártelo. Pocos meses después de tu separación y de habernos mudado a ese departamento viejo de la calle Paraguay, tuve, me parece ahora, un encontronazo con el destino. Tenía doce, trece años. Una noche me mandaste a comprar un vino Crespi blanco al almacén y un paquete de Le Mans al quiosco de la esquina. El quiosquero charlaba con un cura. Pedí los cigarrillos, un Cabsha, pagué y cuando estaba alejándome el cura me puso la mano en el hombro y me dijo que yo era muy chico para andar fumando. Primero me rompió las bolas el comentario del cura. Le dije que los cigarrillos y el vino eran para vos. El cura no me creyó. Se me puso a hablar sobre la perdición de los adolescentes, sobre la importancia de mantenerse al margen de los vicios terrenales. Sos muy joven, me dijo, en los jóvenes como vos está la salvación de este mundo sin valores humanos ni justicia. Hablemos mañana, me dijo, podemos encontrarnos en mi oficina del episcopado, queda frente a tu casa. Me acarició el pelo y me dio una tarjeta. No recuerdo su nombre. Cuando llegué a casa te conté lo del cura y te pusiste reír, a temblar de la risa, risa de panza, a toser tabaco, y el vaso Durax lleno de vino blanco que tenías en la mano se convirtió en fuente de plaza. El hall y el pasillo y la Divina Comedia y Monteiro Lobato y Stevenson y Mika Waltari quedaron repletos de hilos y gotas de vino.
“¡Ay, mi ángel! ¡Lo único que nos faltaría a los Echagüe para ser completos sería tener un cura tan lindo como vos en la familia!”.
Lo que nunca te conté es que al día siguiente crucé la calle de manera mecánica y toqué el timbre del portón del Episcopado. Me abrió la puerta un tipo metido en un hábito de color marrón, un tipo pelado y de ojeras intensas. Le di la tarjeta. Si no es molestia, dije, me gustaría hablar con él. Se apoyó con el antebrazo en el marco del portón, con la tarjeta entre las manos, y se puso a llorar. El cura había muerto. Un accidente. Un auto lo había atropellado la noche anterior cuando regresaba del quiosco de la esquina. Lo estamos velando en el patio, podés entrar a despedirlo, a darle tu adiós, eso le reconfortaría mucho el alma.