Que los códigos de la buena urbanidad, de la buena convivencia, empezaron a desmoronarse allá por los sesenta, como a mediados de los sesenta, en un almacén de la calle Peña, a pocos metros de Bustamante y a unas cuatro cuadras de los restos recientes de la Penitenciaría Nacional; barrio en aquel tiempo de inquilinatos en los que se habían instalado los familiares de los que habían caído en el infortunio del encierro en esa cárcel que ocupaba dos, tres manzanas, y que había ganado fama por la catadura de algunos de sus huéspedes. Ahí, por ejemplo, estuvieron presos Simón Radowitzky y Cayetano Santos Godino, más conocido como el “Petiso Orejudo”, asesino de pibes. Ahí fusilaron a los anarcos Severino Di Giovanni y Paulino Scarfo, y flor de quilombo histórico armaron cuando también hicieron lo mismo con el general Juan José Valle.
Pero que sabrás vos, que sos un pibe, me dice Silenzi, y además cheto. En fin. La cuestión, me dice Silenzi, es que allá por la mitad de los sesenta don Humberto Saccomanno, el almacenero de al lado de casa, me decía cada vez que yo iba a hacer los mandados: “Ya nada es lo que era. Estamos fritos, pibe. Están matando los códigos”. Un tipo flaco, con gorra de lana, trajeado con traje viejo y lustroso, lo había asaltado. “Y antes de irse me escupió en la cara. ¡Eso no se hace!”. No, eso no se hace. Escupirle la cara a un tipo que muy amablemente te dejó que le abrieras la caja registradora y te llevaras todo los pesos que había ahí. Así empezó todo, no tengo dudas. El fin de los códigos, pibe. La pérdida del código urbano, en todo aspecto. Vamos, ¿en que se basa la convivencia de los humanos sino en el respeto a los códigos, tácitos o explícitos, que hacen de la comunidad un sitio de desfallecimiento a veces paradisíaco? Códigos para amar, códigos para odiar, códigos para pelear y para matar y para robar abiertamente y para hacerlo con disimulo bien porteño o gracias al poder. Códigos. Pundonor, diría el coronel Cañones. Etiqueta. Sentido común. Cierto grado de conmiseración. Hombría de bien. ¡Faltaba más!
Y no hagamos revisionismo. No hace falta. Ya nos sobra con la tilinguería y la crueldad de estos días. ¿O no ves la tele? Fijate en ese tal Andahazi, sí, el que se hizo famoso por haber descubierto al que descubrió el clítoris hace mil años. ¡Vamos, hermano! ¡Un clítoris renacentista que le llenó los bolsillos de guita y de estruendo la cabeza! No escribe mal el tipo, claro, si no escribir mal es poner una palabra atrás de la otra con cierta corrección, ¿no? Y dice que es psicoanalista y por eso tiene la certeza de que Nisman no se suicidó porque un hombre como Nisman, dijo, palabras más, palabras menos, era un dandi que jamás caería en la bajeza de matarse en calzoncillos. Así dijo. Y entonces viene Página/12 y prohíbe mencionar el nombre Juan Sasturain al día siguiente del nombramiento del nombre Juan Sasturain como director de la Biblioteca Nacional. ¿Y los códigos, hacedores de ese diario que también supo censurar a Julio Nudler y aislar y reírse de Salvador Benesdra, y despedirlo y, de un modo u otro, colaborar en la decisión de Salvador de tirarse del décimo piso de su departamento de la calle Solís el dos de enero de 1996, es decir, pocos meses después de haber sido despedido? ¿Y los códigos, dueños de ese diario que a rajatabla se la pasa defendiendo la libertad de expresión?
Y ahora lo del chico ese, Fernando, en Villa Gesell. El lema de los que juegan a ese supuesto deporte es una suerte de declaración de guerra:
Qué más te puedo decir. Presumo que no leés más que prospectos médicos y horóscopos chinos. De modo que doy por hecho de que no tenés la menor idea de quién fue Thomas De Quincey. Digamos que fue un célebre escritor inglés comedor de opio que se puso a escribir cosas extraordinarias en la primera década del mil ochocientos. Pero tomá nota de este pasaje de su libro Del asesinato considerado como una de las bellas artes:
Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. Una vez que empieza uno a deslizarse cuesta abajo ya no sabe dónde podrá detenerse.
Así de sencillo, ¿no?