Por Hernán López Echagüe | En las primeras décadas del siglo XIX la marina británica era considerada la potencia naval que preponderaba en el mundo. Movidos por el afán de expansionismo, los barcos ingleses se aventuraban en largas travesías con el único propósito de ampliar su dominio en la India, en África, en todo el Oriente, en América del Sur y también en Canadá y Australia.
Sin embargo, entre las decenas de misiones encomendadas por el almirantazgo inglés hubo una que cobraría una significación muy particular, debido no ya a las infelices circunstancias que la rodearon, también a la peculiaridad de sus protagonistas: el capitán Robert FitzRoy, lúcido científico defensor del cristianismo ortodoxo, cofundador de la meteorología moderna y uno de los marinos más experimentados de aquella época; Charles Darwin, entonces un joven desconocido que con el correr de los años había de convertirse en el observador más agudo de su siglo, y un niño indígena, fueguino, de la tribu de los yaganes, que FitzRoy se empecinó en transformar en una suerte de puente que sirviera para unir el mundo civilizado con los nativos de Tierra del Fuego.
El destino quiso que los tres se reunieran a bordo de un bergantín bautizado Beagle y, juntos, le otorgaran vida a una aventura que a lo largo de años concitó la atención de la sociedad inglesa.
En Inglaterra imperaba un estado de ánimo cuyos rasgos más distintivos eran una ineluctable religiosidad, el apogeo de la revolución industrial y la certeza de que los valores británicos, en particular el absoluto apego a los postulados fundamentales del cristianismo, debían ser promovidos e inculcados en todo aquel sitio donde un ciudadano de la corona pusiera sus pies.
Los viajes del Beagle a las costas del sur de América respondieron a esos anhelos imperiales.
La nave, provista de seis cañones y dos balleneras, llegó por primera vez a las aguas de Tierra del Fuego en el año 1830. El comandante del Beagle, Robert FitzRoy, era un joven de veinticuatro años, fuerte, impetuoso, de estatura mediana y rasgos refinados; un aristócrata descendiente de un bastardo de Carlos II. Sus conocimientos eran vastísimos. En el Real Colegio Naval de Portsmouth había sido preparado en matemáticas, geometría, mecánica, francés y esgrima; por lo demás, había transcurrido la mitad de su vida en la cubierta de una nave. A pesar de considerarse muchas veces un científico, todos los pasos y pensamientos de FitzRoy estaban destinados a satisfacer tres creencias fijas: Inglaterra, la Marina Real y Dios.
Aquella mañana del otoño de 1830, luego de haber bordeado el Estrecho de Le Maire, el Beagle se encontró de cara a la isla Navarino, al norte del Cabo de Hornos. La presencia de la nave causó la inmediata curiosidad de los indígenas que habitaban el lugar; lenta y gradualmente, metidos en sus botes de corteza y lanzando gritos ininteligibles, los yaganes comenzaron a rodear esa extraña mole que se les aproximaba; otros nativos, quizá atemorizados, estimaron más prudente observar la escena desde la playa de guijarros, con los pies aferrados a las piedras redondas.
A pesar del frío, la lluvia y la nieve, habituales en esa geografía, los yaganes andaban desnudos, cubriéndose apenas los hombros con una piel de nutria. Eran un pueblo pigmoide, y daban la impresión de ser más pequeños aún debido a la costumbre de caminar semiagazapados.
Los marineros comenzaron a disparar al aire sus mosquetes y pistolas para evitar que los indígenas se les acercaran demasiado. Pero los estruendos no les causaban temor; los yaganes desconocían el poder de las armas, razón por la cual observaban el espectáculo divertidos, sin manifestar recelo alguno. Le temían sí a las tormentas, terribles allí, y a las tribus de hombres más altos que de improviso surgían de los bosques y los atacaban. Los onas a menudo caían sobre ellos.
Tras una primera inspección, FitzRoy concluyó que los indígenas no eran violentos; estaban eufóricos, alborotados por la presencia del Beagle, pero eso, a juicio del comandante, no comportaba ningún peligro. Resolvió echar anclas, desprender las balleneras y alcanzar la playa. El encuentro entre los tripulantes del Beagle y los indígenas fueguinos fue cargado de hilaridad. Mientras los europeos improvisaban bailes y cantos al son de una gaita, los fueguinos intentaban quedarse con todos los objetos que esos hombres de piel blanca y ropas coloridas traían consigo. A ese momento de observación, sin embargo, le sucedió la disputa.
De pronto, dos decenas de yaganes se apropiaron de una de las balleneras que FitzRoy precisaba para marcar los puntos de referencia de los mapas, y con la embarcación a cuestas huyeron hacia el bosque. El joven aristócrata se enfureció. Ordenó a sus hombres que la recuperaran de inmediato. Con todo, la búsqueda fue infructuosa. FitzRoy entonces resolvió tomar rehenes para obtener de vuelta la ballenera. Hubo una pelea, mataron a un indígena, y FitzRoy regresó a la nave con tres rehenes, jóvenes y sanos. El Beagle se encontraba a poco de partir cuando el comandante vio aproximarse otra canoa yagan.
En esta canoa venía un chico que había estado contemplando todo desde la playa. Tenía el pelo negro, enmarañado, la frente angosta y la cara amplia y chata, con un cutis oscuro y terroso. Todo su cuerpo se veía realzado por rayas blancas hechas con arcilla del río y pigmentos rojos y negros. Debía de tener unos quince años.
Mediante un gesto enérgico, FitzRoy le ordenó que subiera a bordo, cosa que el chico hizo de buen grado, dejando en la canoa a dos hombres mayores. Uno de los marineros del Beagle le hizo ver a FitzRoy que los indígenas mayores iban a pensar que estaban robando al chico. El comandante, entonces, algo irritado, se arrancó un vistoso botón de madreperla de su chaqueta y lo arrojó al interior de la canoa como pago.
Por esta razón los ingleses llamaron Jemmy Button (botón) al chico.
Los yaganes comenzaron a alejarse y el Beagle zarpó sin la ballenera pero con cuatro pasajeros no previstos. El más robusto y áspero de ellos, un hombre de veintitantos años, fue llamado York Minster, porque los marineros habían bautizado con el nombre de la catedral inglesa una roca cercana al lugar donde lo habían capturado; el hombre más joven, quizá veinte años, recibió el nombre de Boat Memory, pues había sido él quien no recordaba dónde estaba la ballenera robada; la niña, de unos nueve años, fue denominada Fuegia Basket (Canasta Fueguina), porque algunos de los marineros a quienes habían robado la ballenera regresaron al Beagle flotando en una improvisada balsa, construída de ramitas y enredaderas, que parecía una gran canasta. El cuarto pasajero era Jemmy Button.
FitzRoy se apartó de la baranda y se enclaustró en su camarote. La situación no era sencilla. Excitado por la furia había tomado cuatro rehenes y ahora no sabía cómo proceder. Al cabo de unas horas, no obstante, llegó a la conclusión de que estaba actuando noblemente: planeó llevar los indios a Inglaterra con el propósito de educarlos, enseñarles algo de inglés, también a sembrar y construir, y, por sobre todas las cosas, aleccionarlos sobre los principios fundamentales del cristianismo. De este modo, pensó FitzRoy, cuando los trajeran de regreso a su tierra los cuatro yaganes podrían transmitir a los miembros de la tribu todos esos nuevos conocimientos y así favorecer la relación entre los habitantes de esa lejana región sureña del mundo y los navegantes europeos.
Los lores del Almirantazgo aceptaron la propuesta, pero no destinaron un sólo centavo.