En este alboroto de patrioterismo que el gobierno y la oposición han echado a andar, hay mucho énfasis, mucha retórica, mucha apelación a sentimientos oscuros con el propósito de conmover, de crear en la opinión pública la necesidad casi imperiosa de entregarse a una sumisión en la que no tienen cabida el debate, el pensamiento, la cavilación. La palabra patria oscurece todo. La bandera enceguece, narcotiza.
Los medios de comunicación, de uno y otro lado, porque ya hemos visto que existe el uno y el otro lado, ejecutan la partitura. Los oficialistas, porque su patria está en juego; los opositores, porque su patria también está en juego. ¿Qué patria? Una sinfonía nacionalista que hace a un lado cuestiones un poco más sustantivas, como, por caso, el tema de la minería a cielo abierto. O la represión a los locos que se oponen a la entrega de los bienes naturales. ¿De qué patria me hablan? ¿Qué diablos es la patria para los unos y los otros? Una papilla de cosas. Y, en el medio, hay muchos otros que no mencionan la bendita palabra patria cada dos minutos y al menos se enojan y exigen y pelean por conservar el lugar en el que han nacido. Quién sabe, poraí, defienden su infancia. Que, quizá, es la mejor definición de patria que he escuchado o leído. Todos los exiliados durante la dictadura que resolvimos regresar a la Argentina no lo hicimos por un sentimiento de compromiso o apoyo a uno u otro gobierno. Lo hicimos porque acá nos criamos, acá jugamos a las escondidas, a la payana, al elástico, al fútbol en la calle; acá jugamos, de manera muy seria, como suele hacerlo cualquier pibe, a cambiar el mundo. Un juego jodido, desde luego, porque en eso nos iba la vida y el definitivo chau a la rayuela.
Samuel Johnson decía que la patria, en tanto que abstracción, es el último refugio del sinvergüenza. Y sí, lo es. Lo sabemos. Videla hablaba de la patria, rezaba por la patria, ordenaba secuestros, torturas y asesinatos en nombre de la patria. La patria, suerte de dios abanderado.
El día 28 de junio de 1976, el nuncio apostólico Pío Laghi visitó a las tropas acantonadas en la región de Concepción, provincia de Tucumán, y pronunció un breve discurso: “El país tiene una ideología tradicional, y cuando alguien pretende imponer otro ideario diferente y extraño la Nación reacciona como un organismo con anticuerpos frente a los gérmenes, generándose así la violencia. Pero nunca la violencia es justa y tampoco la justicia tiene que ser violenta; sin embargo, en ciertas situaciones, la autodefensa exige tomar determinadas actitudes, y en este caso habrá que respetar el derecho hasta donde se pueda (…) Los soldados cumplen con el deber prioritario de amar a Dios y a la patria que está en peligro (…) Hay invasión de ideas que ponen en peligro los valores fundamentales. Esto provoca una situación de emergencia y en esas circunstancias es aplicable el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, que enseña que en tales casos el amor a la patria se equipara al amor a Dios”.
Ahora, una vez más, nos quieren hacer creer que la patria es un lugar puro e inequívoco al que todos pertenecemos, y al que todos debemos defender y honrar por la sencilla razón de haber nacido en una porción de tierra que ha sido delimitada a fuerza de guerras, entregas y negocios. Y que esa patria está en peligro. Continúo preguntándome qué patria y qué cuernos es la patria. Mi patria no es la patria de Videla, pero entiendo y acepto que él tenga la suya. Mi patria no es la patria de Cristina Kirchner, pero entiendo y acepto que ella tenga la suya. Mi patria tampoco es la de mis hijos, pero entiendo y acepto y celebro que ellos tengan la suya. El sentimiento de patria, de pertenencia, de raíces, de recuerdos, de formación y dichas y desdichas, es asunto de la esfera privada de las personas.
El cultivo del nacionalismo en la opinión pública a partir de una determinada reivindicación, aunque a primera vista suene justa, es por completo nocivo. Crea y aviva un sentimiento que con el correr del tiempo no será pasible de conducción, de moderación, de límites. El nacionalismo se dispara hacia todas partes en el momento menos pensado. No hay nacionalismo, que yo recuerde, que no termine devorándose a los que lo predican. El nacionalismo conduce a la ceguera, a la prepotencia, a la petulancia, y no hace más que convertir al nacionalista rabioso en un tipo que discrimina, persigue, censura, delata y aborrece al otro.
Este falso y oportuno sentimiento patriotero que promueven los unos y los otros, no está logrando más que resucitar el humus nacionalista que supo sembrar la dictadura en 1982. Malvinas. Amasijo de reacciones, sensaciones y palabras que, por lo visto, nunca nadie nunca consiguió mitigar.
La profesión del amor a la patria, a una patria desprovista de raíces ideológicas o al menos ligeramente bebidas, es una coartada muy ingeniosa para sortear la ausencia de carácter, de temperamento, de compromiso de veras con las cosas que, bueno, lo acepto, quizá, pero muy poquito quizá, tienen en realidad algo de patriótico.
Me voy, una vez más, con Saer: “Del lugar en que nacemos no brota ningún efluvio telúrico que nos transforme automáticamente en deudores. No hay ni lugar ni acontecimiento predestinados: nuestro nacimiento es pura casualidad. Que de esa casualidad se deduzca un aluvión de deberes me parece perfectamente absurdo”.