Estoy harto de las imposiciones, de las restricciones, del discurso dictatorial, de este asunto de que venga alguien y me diga que puedo hacer esto pero no puedo hacer aquello, o que está mal hacer lo que quiero hacer porque es una imprudencia. ¿Qué don especial tienen esos tipos para dictaminar qué acto es prudente y cuál no lo es? Y te largan: hay que pensar en el otro. ¿Yo no soy también el otro? ¿No soy también el otro y por lo tanto tengo derecho a hacer lo que me venga en gana aunque al otro no le caiga bien? Nunca supe que esos otros, a los que no conozco, hubiesen hecho algo por mí. Sí, voy a llenar el baúl con sillas playeras, cajas de vino, salamines, un gran aparato de música, mantas, hormas de queso, chupetines, guirnaldas, globos, cuatro pastafloras, tres kilos de vacío, dos pollos, un par de libros de Stamateas, y un payaso. Y me iré al carajo, a cualquier playa, o a las sierras, o a Europa, o adonde se me cante. Y cuando regrese que no me hinchen más las bolas con el asunto de que me cago en el otro, que me expuse a esa pelotudez del contagio de una peste que no es más que una densa cortina de humo.
Ilustración: Marcelo Spotti