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MemoriaTextos urgentes

El pasado, otra dimensión del presente

Publicado 17/01/2022 9 minutos para leer
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Siempre es apropiado echar mano de un responsable, o, por qué no, de un instigador, cuando a la hora de ponerte a escribir te asalta una dosis de ofuscación o intemperancia. En este caso responsabilizo al escritor español, o extremeño, es decir, natural de la comunidad autónoma de Extremadura, Javier Cercas, y su libro “El impostor” (2014). Un libro que trata sobre Enric Marco Batlle, catalán que en estos días anda por los cien años y que supo fraguar buena parte de su vida al amparo de una fantasiosa recreación de sus pasos como destacado dirigente sindical anarquista, militante rabioso antifranquista y, entre otras cosas, acaso la más audaz, el falso relato de su deportación a Alemania y su posterior encierro y padecimientos en el campo de concentración nazi de Flossenbürg, en el Estado de Baviera, por el que nunca pasó. Y cosas por el estilo que en su momento le brindaron fama, fotos y distinciones honoríficas, tanto del gobierno español como de las principales universidades españolas y hasta francesas. Hasta aquí, todo bien, y todo mal. Enric Marco Batlle fue, es, un hombre por lo menos despreciable que se apropió de tenebrosas historias de personas que sí las sufrieron para hacerlas suyas y de ese modo ganar un prestigio de héroe español. Terrible, sin dudas. Por sobre todas las cosas porque para los negacionistas, no ya del holocausto, sino también para los negacionistas de las aberraciones cometidas por toda dictadura, su comportamiento ha sido pan fresco. Si este hombre ha inventado lo que inventó, y millones le han creído, ¿por qué no pensar que todo lo que han dicho y declarado ante tribunales las verdaderas víctimas del holocausto y de toda dictadura no ha sido otra cosa que puro cuento? En España, en Argentina. En todo rincón del mundo.

Un buen libro de ese género llamado literatura de no ficción, de más de cuatrocientas páginas, que uno comienza a devorar desde el inicio, aunque bien podrían haber sido no más de doscientas páginas. Las reiteraciones de citas y comentarios, y el empecinamiento del autor en establecer comparaciones de naturaleza psicológica y existencial entre la conducta de Enric Marco y, por ejemplo, Don Quijote de la Mancha, suena a palabrerío forzado y desprovisto de vuelo que, por momentos, opaca la narración. También, el continuo desasosiego que Cercas pretende hacernos creer que padece, ya en las primeras páginas, acerca de las consecuencias éticas, morales y demases que podría causar la publicación de un libro que, en definitiva, termina escribiendo y publicando. Vendió poco menos de un millón de ejemplares.

Pero Cercas cae, entre muchos otros, en un tropiezo a mi juicio equívoco y por momentos inescrupuloso, por no decir deleznable, que cubre de sombras buena parte de sus opiniones y argumentos: hacer hincapié, más de una decena de veces, en el florecimiento, tras la muerte de Franco y la transición hacia la democracia española, de lo que él denomina, con ofensiva impavidez, de una “industria de la memoria”. Vamos, estimado Cercas. El término industria mueve de inmediato a pensar en todo tipo de actividad económica cuyo fin excluyente es convertir materias primas en productos que satisfagan las necesidades del hombre a cambio de un enriquecimiento habitualmente inmoral. Necesidades, por lo demás, muchas veces innecesarias pero alentadas por la obnubilación que causa la publicidad.

Memoria: capacidad de recordar; imagen o conjunto de imágenes de hechos o situaciones pasados que quedan en la mente.

Digamos, pues, y el propio Cercas se encarga de decirlo, que la llamada industria de la memoria sería una suerte de actividad malsana fundada en la producción de hechos y acontecimientos históricos en más de una oportunidad tergiversados o dramatizados con malicia para que la sociedad los consuma como si fueran bocados de dulce de leche, y, de tal modo, construya en su interior una historia controvertible.

En varios pasajes el palabrerío de Cercas trae a la memoria los arrebatos, tan comunes en estos pagos, de los irascibles negacionistas argentinos. Por caso, este fragmento de su artículo “El chantaje del testigo” que incluye en la página 276 del libro mencionado: “Cada vez que, en una discusión sobre historia reciente, se produce una discrepancia entre la versión del historiador y la versión del testigo, algún testigo esgrime el argumento imbatible: ´¿Y usted qué sabe de aquello, si no estaba allí?´ Quien estuvo allí –el testigo- posee la verdad de los hechos; quien llegó después –el historiador- posee apenas fragmentos, ecos y sombras de la verdad. Elie Wiesel, superviviente de Auschwitz y Buchenwald, lo ha dicho con un ejemplo: para él los supervivientes de los campos de concentración nazis ´tienen que decir sobre lo que allí pasó más que todos los historiadores juntos´, porque ´sólo los que estuvieron allí saben lo que fue aquello; los demás nunca lo sabrán´. Esto, me parece, no es un argumento: es el chantaje del testigo”. Ay, Cercas, ay Cercas. ¿A qué fuentes básicas debe recurrir todo historiador a la hora de ponerse a investigar sucesos y épocas históricas? Por ejemplo: escritas (cartas, crónicas, documentos oficiales, diarios, periódicos); orales (entrevistas, discursos, programas de radio); visuales (fotografías, pinturas, mapas, grabados, películas); etcétera, etcétera. ¿Y quién son, en su gran mayoría, los hacedores de esas fuentes? Testigos de los acontecimientos, Cercas. Testigos directos y también familiares, amigos, contemporáneos de esos testigos directos. A menos, desde luego, que caigamos en la creencia de que todo ese acervo ha caído del cielo.

Cierto es que en nuestro país, desde el retorno de la democracia y hasta estos mismísimos días, dirigentes políticos de uno y otro lado han hecho de la industria de la memoria una actividad macabra que muchas veces les ha proporcionado una inestimable renta política.

En una de sus obras situadas en la ficticia ciudad de Yoknapatawpha County, William Faulkner resumió mejor que nadie el peso de esta memoria: “El pasado nunca está muerto. Ni siquiera es pasado” (“The past is never dead. It’s not even past”).

En 1979, entrevistado por el periodista José Ignacio López acerca de los desaparecidos, Videla soltó una escabrosa respuesta: “Frente al desaparecido, en tanto esté como tal, es una incógnita. Si el hombre apareciera tendría un tratamiento X y si la aparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento, tiene un tratamiento Z. Pero mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está… ni muerto ni vivo, está desaparecido”.

El pasado, en fin, no es más, ni menos, que otra dimensión del presente. El tiempo no pasa, no transcurre. Ni siquiera repta. A menudo la memoria se apoya en el marco de la puerta y nos espera. Aunque algunos consideren más sensato hacerla a un lado de un codazo y continuar, a las apuradas, de ojos cerrados, su insondable camino hacia el oscurantismo más abyecto.

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