Primero, una declaración de principios: el sistema y sus fantasmagorías de libre albedrío me importan un bledo. Ya lo dijo Oscar Wilde en un pasaje de su artículo “El alma del hombre bajo el socialismo”, en el año 1891:“Puedo entender que un hombre acepte las leyes que protegen la propiedad privada y admiten su acumulación en tanto esas condiciones le permitan llevar una forma de vida bella e intelectual. Pero para mí es casi increíble que un hombre cuya vida es destrozada por tales leyes, pueda consentir su continuidad”.
Segundo, otro principio, en este caso claro y evidente: casi todos los deseos del pobre están castigados con la cárcel.
Ahora vayamos al grano, o, como alguna vez escribió Roberto Bolaño, acerquémonos por un instante a ese grano solitario que el viento o el azar ha dejado justo en medio de una enorme mesa vacía.
Estos raros demócratas nuevos dicen que uno debe gastar la vida obedeciendo lo que la democracia te permite hacer, y a toda hora eludir lo que la democracia prohíbe y castiga, que, de eso se trata la dominación, son muchas más cosas que las permitidas.
Son demócratas. Lo gritan. Lo vociferan. Clamores, clamores empachados de tardía sed de democracia. La cuestión es que no tienen la menor idea física, conceptual, ontológica, existencial o, al menos, instintiva, de lo que es ese asunto tan intrincado de la democracia. Que no es un trono ni un sofá-cama al que se llega habitualmente de modo un tanto maléfico y con el único propósito de echarse a dormir. Muy por el contrario. Tratando de ser amable, debería ser el comienzo, jamás el punto final, de la construcción de una vida al menos apreciable. Para los demócratas, desde luego.
Estos nuevos demócratas son de una pureza que calcina. Caminan, duermen, trabajan, firman contratos, hacen de cuenta que gobiernan y hacen de cuenta que eligen; se toman unas vacaciones, ven televisión, escuchan radio, cogen, toman mate, o café, o té, y un colectivo, o un taxi, el subte o un uber, y sufren la alucinación de que todo eso que hacen lo pueden hacer porque viven en una democracia. Vamos, vamos. Salvo el uber, todo eso lo podían hacer durante la dictadura. Lo hacían. Y lo hacían con la naturalidad del que vive al amparo de una democracia. Les cuesta, todavía, advertir una diferencia sustancial entre la cerrazón y las nubes. Siempre tienen luna. Y sol y cielo celeste. Las nubes son los otros. La cerrazón es una aglomeración de nubes de los otros.
Son el nervio motor del sistema. Son los hijos de los hijos de los hijos de los hijos. La instrucción familiar. Con quien sí y con quién no. Casi un ánimo y espíritu de secesión. La saga de la indiferencia, del oscurantismo doméstico.
Son incorregibles. A su manera. Como lo son los peronistas, también su manera.