Por Ricardo Serruya / Revista Cítrica | La ruta 11 une la ciudad de Santa Fe con la parte más pobre de la provincia: el olvidado norte santafesino. En esa zona de la Argentina, el paisaje de campos que producen riqueza se contrapone con el otro, el de ciudades y pueblos con altos niveles de vulnerabilidad social.
Cuando uno transita esta ruta puede ver que la escenografía de cada localidad se repite, como si se tratara de un gigante espejo que refleja, siempre, la misma realidad: arboledas frondosas que dan sombras en las entradas, casas bajas, muy bajas, algún pequeño hotel que invita al visitante a detenerse, carteles oxidados que anuncian el nombre del pueblo y las vías del ferrocarril. Vías mudas, quietas, muertas. La década del 90 decretó la muerte de los trenes, y con eso la agonía de lugares que vivían a su alrededor. Los funcionarios que no generaron políticas sociales ni de crecimiento rural hicieron el resto.
En ese escenario, 130 kilómetros al norte de la capital santafesina, se encuentra uno de estos pequeños pueblos: Marcelino Escalada, que pertenece al departamento de San Justo. Cuenta la historia que Marcelino Escalada era uruguayo. Hombre de dinero, fue el tesorero del general Urquiza en 1865 en el campamento de Toledo. Luego, proveedor de los generales Mitre y Roca en las mal llamadas campañas del Paraguay y del Desierto, respectivamente.
Como consecuencia de ello, recibió enormes extensiones de tierra en la provincia de Santa Fe, entre los ríos Saladillo Dulce y Saladillo Amargo. En ese lugar, junto a su socio Benito Ramayón, desmontaron y cultivaron miles de hectáreas, que luego dividieron entre ambos. Hoy ese lugar es un poblado que recibe su nombre: Marcelino Escalada.
“El pueblo de Marcelino Escalada centra su producción en la agricultura intensiva. Allí vivía Diógenes Omar Chapelet. Tenía 75 años y resultó ser una de las tantas víctimas de las fumigaciones”.
Según el último censo vivían en esta comuna menos de 2000 habitantes, pero ellos mismos dicen que no son más de 1300. La falta de trabajo y la tentación de las ciudades hicieron que los jóvenes emigraran.
El campo además ya no es el mismo. El nuevo modelo de producción agrotecnológica no ofrece trabajo: hoy una máquina y el alquiler de un avión fumigador que vomita veneno, reemplazan los brazos que antes generaban riqueza.
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La bienvenida que ofrece Marcelino Escalada es amigable: una plaza muy verde con algunos juegos y un boulevard de tierra que alberga una estatua tamaño natural de un Don José de San Martín ya anciano. Y el escudo del pueblo, que muestra un amanecer, un sol naciente en lo alto alumbrando una cabeza de vacuno, la mazorca del trigo y panículas de soja como símbolos de las riquezas agropecuarias, trabajadas por unas manos que ofrendan esos frutos al mundo.
Sin embargo, hoy esos frutos que adornan el escudo son sinónimo de enfermedad y muerte.
Como la mayoría de las localidades de esta zona, Marcelino Escalada centra su producción en la agricultura intensiva. Allí vivía Diógenes Omar Chapelet. Tenía 75 años y resultó ser una de las tantas víctimas de las fumigaciones.
“En noviembre, uno de los tantos mosquitos que suelen fumigar en la zona, lo hizo en un campo de trigo que linda a solo 25 metros de la casa de Diógenes. Esa misma tarde, en su patio, aspiró el veneno”.
Sergio es el hijo de Diógenes. Robusto, parece tener el cuerpo de quien trabaja el campo. Junto a una familia muy numerosa vive en un paraje cercano. ”Mi viejo siempre vivió acá, mi mamá hace 70 años que está acá, mis abuelos vinieron a este lugar cuando esto no era nada, se estaba haciendo la ruta 11. Mi mamá de chiquita se crió acá. La soja y las venenos llegaron mucho después. Lo que pasa en este lugar pasa en otros lados: gente que siempre vivió en el lugar es desplazada por los venenos”, dice Sergio, con tanta sencillez como sabiduría.
La familia Chapelet vive en este lugar hace 70 años, cuando no había rastros, como dice Sergio, ni de soja, ni de fumigaciones, ni de venenos. Dicen que Diógenes era tranquilo, que no tenía problemas con nadie, que era “familiero” y le gustaban los animales y las plantas. Sergio no necesita hacer memoria para rememorar que ésta es una historia que comenzó hace ya un tiempo: “Mi papá tenía muchas ovejas. Pero una fumigada que hicieron con un avión no dejó planta ni pasto, y tuvo que venderlas. Después decidió hacer huertas, pero tuvo que abandonarlas porque no había manera de que saliera la verdura. Los venenos mataban todo”.
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Dalila apenas pasa los 20 años. Es una de la nietas de Diógenes, de “Chape”, como le dice ella. Ella es un eslabón de una familia tan numerosa como unida. “Mi abuelo era una persona muy fuerte y lo recuerdo mucho porque le encantaba hablar con todo el mundo, tomar mate y hablar, siempre tenía algún conocido y se llevaba bien con todos. Era muy buena persona. Él nos inculcó mucho el tema de la unión, por eso acá nos ven siempre en manada”, cuenta Dalila.
“Ya no hay casi animales. Lo mismo pasa con los árboles, los frutales hay que volverlos a plantar porque se secan. Nos están fumigando, nos están matando», dice la nieta de Diógene.
Sonia es la mujer de Diógenes. Le dicen “Chuchi”. Es madre de ocho hijos, abuela de seis nietos y hace 70 años que vive en el lugar. Tiene ojos pequeños, hundidos y parecen reflejar tristeza. Vivió en matrimonio 49 años y es la persona indicada para que nos diga cómo era Diógenes: “Era bueno, le gustaban las reuniones con los hijos, los nietos, un tipo contento, siempre contento: le gustaba el fútbol y las noticias. Le gustaban mucho las plantas y los animales. Comprábamos todos los años plantas de frutas y de flores, tenía un caballo, tuvo ovejas, chanchos y los fue dejando. Pero siempre hubo un caballo”, recuerda Sonia.
Es viernes santo y la charla con Sergio, Dalila y Sonia es en la casa de ellos: un terreno de 40 hectáreas donde edificaron cuatro casas y donde tres generaciones desandan su existencia. Hay árboles frutales que brindan su generosa sombra y conviven con el cantar de pájaros que silencian los ruidos de algún auto o camión que pasa por la ruta 11.
Todos hablan pausado y parece que te abrazan con las palabras. Tienen el ritmo, la cadencia y la hospitalidad de la gente del interior, de la gente de campo aunque extrañan una vida rural que ya no tienen. Es Dalila, con esos ojos marrones y profundos, quién dice: “Ya no hay casi animales, se fueron muriendo o tienen abortos espontáneos, lo mismo pasa con los árboles, los frutales hay que volverlos a plantar porque se secan. Nos están fumigando, nos están matando. Mi abuela tenía una relación especial con las yeguas y se fueron muriendo”,
Como si este relato no alcanzara, Sonia agrega: “Antes no fumigaban y se vivía mejor, ahora las plantas se secan, no se ven animales en los campos, casi no hay pájaros. Antes hacían nidos en las plantas de duraznos, ahora ya no. Las plantas se secan, sobre todo los paraísos”.
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Diógenes Omar Chapelet tenía 75 años.
Cuando nacía noviembre, uno de los tantos mosquitos que suelen fumigar en la zona lo hizo en un campo de trigo que linda a solo 25 metros de su casa. Esa misma tarde, en su patio, aspiró el veneno.
“Mi papá empezó con manchas en las piernas. Los médicos de San Justo lo trataron como una vasculitis. Pero luego tuvo problemas renales, de pulmones y fue irreversible», cuenta su hijo Sergio
Sergio cuenta con tristeza la cronología de lo que pasó con su padre: “Una tardecita, haciendo una fumigada, él sale afuera, había un olor fuerte, muy fuerte, y enseguida se siente mal. Lo llevamos adentro y prendimos el aire. Al otro día salió al patio a ver un caballo que no lo montaba, lo sacaba a pasear nomás: lo llevaba a comer. Salió y el olor seguía. Ese olor siempre queda”. Sergio detalla los síntomas: “Mi papá empezó con unas manchas en las piernas, arriba de los tobillos, y desde ese momento fue irreversible. Hicimos de todo. Los médicos de San Justo lo trataron como que era una vasculitis superficial, no le dieron importancia. Pero después empezó con problemas renales, luego los pulmones, y fue irreversible. Toleró 15 días en terapia intensiva”, remarca.
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El relato desgarra. Es un caso más entre tantos que se silencian. Es el silencio que los médicos suelen protagonizar. Los que aceptan que los venenos que se vierten en estos lugares enferman y matan solo lo hacen en secreto.
Sonia también afirma que Diógenes se encontraba bien de salud: “Él estaba bien pero empezó con unas manchitas en las piernas, después de salir al patio el mismo día que fumigaron. Al otro día amaneció con unas manchitas, fue al doctor y le dijo que era una alergia. Pero cada vez tenía más manchas, por todo el cuerpo. Y no hubo solución”.
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Los familiares de Diógenes cuentan que el día en que salió al patio y estaban fumigando, su reacción fue espontánea: en ese mismo momento se le cerró el pecho. Al día siguiente su piel se cubrió de manchas. Con el pasar de los días su situación empeoraba y su cuerpo se cubría de raros colores y ronchas rojizas.
Diógenes tuvo que ser internado en Santa Fe. Dalila, su nieta, lo acompañó a la capital provincial: “Me acuerdo que en el sanatorio estaba sentado en la cama, tenía mucho dolor y lo único que le ponían era suero. Le hicieron un montón de análisis. Todo ese tiempo fue terrible, mi abuelo sufrió muchos dolores, se levantaba con ardor en el estómago. Le dieron el alta, estuvo yendo y saliendo de los sanatorios como cinco veces entre Santa Fe y San justo. Se sentía mal anímicamente, estuvo con tratamiento psicológico, porque sabía lo que le estaba pasando”.
Médicos, enfermeros y diferentes especialistas fueron testigos de un cuerpo que, poco a poco, se iba apagando. Sus riñones comenzaron a fallar; remedios y corticoides intentaban dar batalla.
El 8 de enero Diógenes falleció. Desde ese día, su nombre se sumó al de la larga lista de víctimas por los agrotóxicos.
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Sonia, su mujer, no oculta la tristeza cuando recuerdan lo sucedido: “Si no hubiera sido por las fumigaciones, Diógenes estaría bien. Le agarró eso y ya no pudo salvarse”, relata con bondad extrema.
La realidad es que a Diógenes no lo dejaron vivir.
Así como las manchas se expandieron por todo el cuerpo de Diógenes, la dignidad, la fuerza y las convicciones se expandieron en el cuerpo familiar.
«Nuestra familia no se va a quedar quieta. No solo por nosotros, por lo que le pasó a Diógenes, sino porque se generó ese click de conciencia y ya no queremos que nos maten más», remarca Dalila
Con una dulzura que encanta, Lalila cuenta que la muerte de su abuelo –que la enoja, la entristece, que no comprende y que por eso la enfurece– une a una familia que, como El Quijote, lucha victoriosa contra enormes molinos de viento. Incluso Dalila afirma que ahora hay otra Dalila: “Porque hay otra familia, con más conciencia, que lucha, que no se va a quedar quieta no solo por nosotros, por lo que le paso a Diógenes, sino porque se generó ese click de la conciencia y ya no queremos que nos maten más, que nos fumiguen más. Queremos que no le pase más a nadie. La lucha ahora es para todo. Es bueno saber que hay más gente despierta y que trata de saber cada día más, que trata de transmitir esto. Creo que ahora todos tenemos más responsabilidad. O nos quedamos callados o nos encargamos de salvar a otros. Yo no quiero quedarme callada y estoy orgullosa de saber q mi familia tampoco”.
La sana rebeldía de esta familia logró una ordenanza para que a otros no les inunde la tristeza que ellos tienen hoy. Fue esta conciencia la que movilizó a ellos y a otros –médicos, abogados, vecinos y ambientalistas– para que Marcelino Escalada esté al amparo de los agroquímicos. El 5 de marzo, la comuna emitió una normativa para proteger al pueblo y que no se pueda fumigar a menos de 500 metros del ejido urbano.
Sergio cuenta que al viejo lo extraña mucho, pero también dice que esa ordenanza es por él: “Es lo que nos pidió antes morir, que hagamos lo imposible para que no envenenen más a nadie. Nosotros hubiéramos podido pedir algo que proteja nuestra casa, pero hubiera sido egoísta, queremos que todo el pueblo esté bien. Y ahora queremos que esta ordenanza se vaya haciendo extensiva a los demás pueblos”.
Luego de la muerte de Diógenes, en Marcelino Escalada se prohibió fumigar a menos de 500 metros de las casas. «Antes había muy poca gente movilizada. Ahora cada vez somos más», dicen en la familia
No es apropiado relacionar los temas sociales como si fueran partidos de fútbol. No está bien discutir todo como si se tratara de un partido donde gana el que mete más goles. Sin embargo, la metáfora que se desprende de la charla con Dalila es tan futbolera como esperanzadora: “Metimos un gol, la ordenanza es importante pero hay que seguir. Estamos muy acompañados, nos ayuda mucha gente. Antes había muy poca gente movilizada por esto y hasta te cerraban la puerta en la cara, ahora por suerte y por nuestra lucha cada vez somos más. Y eso es otro gol”.
Un gol que todavía no permitió ganar el partido.