En las cercanías de diciembre de 2017 el amigo Federico Levín lanzó la invitación de pensar el olor a jazmín en relación a nuestros diciembres de revueltas callejeras y agites conurbanos. No prosperó. Tal vez sea éste el momento de compartir la breve historia que surgió entonces. Justamente ahora, que, parece, no habrá diciembre porque habrá octubre. Pero de eso se trata: no marchamos con anteojeras a la repetición de lo mismo, sino que nos lanzamos a la pregunta por lo que se agita de la vida en común, otra vez. La revuelta no es una fruta de estación, tendremos nuestros jazmines, pero ya sin la referencia dosmilunera; habremos de tirar los dados nuevamente.
Es difícil describir un olor. Parecería que apenas hay un puñado de palabras disponibles, de aquellas que evocan sensaciones en común sin alejarnos, a su vez, de ese sentido sutilísimo. Cuando pretendemos avanzar hondo o hilar más fino la evocación queda condenada a arrestos experimentales (ininteligibles), o a la más o menos burda sustitución metafórica: olores ásperos, aromas graves… Prefiero llamarlo “hipnótico” por su efecto para nada metafórico.
Lo cierto es que, medio huérfanos de palabras que los bauticen, a salvo de significantes que los cristalicen o vuelvan rígidos, los olores vagan por la memoria con una libertad, un potencial de errancia, que no comparten con el resto de las sensaciones, condenadas en general a reproducir lo que la palabra que las nombra nos hace esperar de ellas.
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