Por Sergio Rodríguez Gelfenstein | La clase política peruana ha sido desde siempre poseedora de una intrínseca doblez que la caracteriza y la modela. La traición está en sus genes desde tiempos inmemoriales. Ya en la época de la conquista y la colonia se comenzó a verificar la felonía que aún hoy es parte de su cotidianidad.
Francisco de Pizarro, el que traicionó a Atahualpa, a su vez fue burlado por su secuaz Diego de Almagro, el padre, cuyo vástago del mismo nombre, fue vendido de la misma manera por Cristóbal Vaca de Castro en 1541. Gonzalo Pizarro, hermano de Francisco llegó incluso a rebelarse contra la corona española que lo cobijaba, desarrollando una guerra de 4 años contra sus monarcas.
A comienzos del siglo XIX, tras el desembarco del General José de San Martín en el sur del país en septiembre de 1820, el jefe español, general José de la Serna traicionó al virrey Joaquín de la Pezuela derrocándolo y auto designándose virrey del Perú. El propio San Martín fue intrigado por la clase política limeña que llegó incluso a cometer el abominable asesinato de su lugarteniente Bernardo de Monteagudo.
Tras la retirada de San Martín ante la imposibilidad de concretar la independencia de la provincia por la pérdida del apoyo de los gobiernos que lo sustentaban, en el año 1823, ante las continuas derrotas militares del ejército peruano, un gobierno y un Congreso totalmente desprestigiados por su incapacidad de dar continuidad a las luchas a favor de la independencia, se vieron obligados a llamar a Simón Bolívar para que asumiera la conducción de la guerra. Antes, el ejército se movilizó para derrocar al gobierno en lo que es considerado como el primer golpe de Estado de la historia de ese país. Durante el denominado “Motín de Balconcillo” fue impuesto como nuevo jefe de Estado el coronel José de la Riva Agüero, lo cual no fue aceptado por un sector de la élite que nombró como presidente al marqués de Torre Tagle.
La existencia de dos gobiernos en el país sembrarían las raíces de una inestabilidad política que ha persistido a lo largo de la historia. Riva Agüero se retiró a la ciudad de Trujillo, al norte, donde instaló su gobierno, pero una vez más fue traicionado por sus oficiales. Sólo la llegada de Bolívar al país en septiembre de 1823 y la autorización del Congreso para que gobernara por decreto, pudieron dar la estabilidad mínima necesaria para permitir la organización de las batallas finales en pro de la independencia.
La emancipación definitiva del Perú y de toda América del Sur se concretó en la Batalla de Ayacucho en diciembre de 1824 pero, como dijo el ex presidente Alan García en el video de una conferencia impartida en 2003 a jóvenes militantes de su partido APRA y que ha comenzado a circular por estos días, en Ayacucho el ejército español estaba compuesto en su mayoría por peruanos, mientras que el patriota estaba constituido por soldados rioplatenses, chilenos, colombianos, ecuatorianos, venezolanos y “solo un 20% de peruanos”, la mayoría indígenas y campesinos de la sierra. Los peruanos de Lima y de la costa lucharon a favor de los españoles, dando indicios de que no querían la concreción de la independencia. Las evidencias, dan cuenta de que durante las luchas emancipatorias, la oligarquía y la élite peruana traicionaron primero a San Martín y luego a Bolívar.
Años después, cuando en Lima gobernaba Felipe Salaverry, los generales Agustín Gamarra y Luis de Orbegoso se unieron para derrocarlo. El entonces presidente de Bolivia Andrés de Santa Cruz que ambicionaba crear una confederación peruano-boliviana que reuniera al Alto y al Bajo Perú, pactó con Gamarra con ese objetivo. Pero, a pesar de su común rechazo hacia Salaverry, ambos generales se distanciaron, siendo ahora Orbegoso el que se alió con Santa Cruz mientras que Gamarra concordó con Salaverry para luchar contra ellos.
Solo unos años después, en 1837, cuando Chile invadió la Confederación Perú-Boliviana, exiliados peruanos apoyaron a Chile y lucharon en contra de su país de origen. Así mismo, a mediados de ese siglo, Perú fue objeto de una de las pocas incursiones militares propiciadas por España tras su derrota en América. En 1862, una flota al mando del almirante Luis Hernández Pinzón ocupó territorio bajo soberanía peruana para exigir que el gobierno cumpliera ciertas demandas de ciudadanos españoles que habitaban en el país. El Almirante José Manuel Pareja enviado a sustituir a Hernández Pinzón impuso condiciones humillantes al Perú a cambio de devolver el territorio ocupado lo cual fue aceptado por el gobierno en 1865, a pesar que hubo un sector de la sociedad que se opuso al acuerdo asumido por el régimen.
El único período de gloria del Perú en el siglo XX se vivió durante el gobierno del general Juan Velasco Alvarado que inauguró una etapa de transformaciones profundas de la sociedad y el Estado llevando adelante reformas a favor de los sectores más excluidos y recuperando para el Estado empresas transnacionales de la minería y la energía que esquilmaban al Perú, llevándose al extranjero la gran riqueza del país.
Así mismo, Velasco desarrolló una profunda reforma agraria que se hundió como una daga en el corazón de la tradicional propiedad latifundista, primero en la costa y después en la sierra, instando a los campesinos a no crear pequeñas propiedades agrícolas minifundistas, sino avanzar en la creación de asociaciones comunitarias para trabajar la tierra.
Velasco enfermó gravemente en 1973 y en 1975 fue traicionado por su segundo al mando, el también general Francisco Morales Bermúdez que lo derrocó, comenzando un proceso de regresión de todas las medidas populares tomadas por su antecesor.
…Y así llegamos al pasado reciente y al presente:
seis presidentes electos desde el año 1990 que hicieron campaña por un proyecto y gobernaron con otro: Alberto Fujimori, Alejandro Toledo, Alan García, Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski y Pedro Castillo. Si a ellos le sumamos los sucesores constitucionales Martín Vizcarra y Manuel Merino, tenemos ocho mandatarios que tras el fin de sus gestiones (algunos finalizadas antes del tiempo reglamentario) han sido investigados por la Justicia, en algunos casos juzgados, Toledo detenido y protegido por Estados Unidos, e incluso el caso extremo de Alan García quien prefirió recurrir al suicidio a fin de evitar enfrentar la justicia.
Pedro Castillo ha sido el primero y el único entre todos ellos que emergió de ese Perú profundo, excluido y marginado por siglos, que ha sido objeto primordial de las consecuencias nefastas de la traición de las élites. Nunca lo dejaron gobernar, desde el primer momento el fujimorismo y el establishment limeño se confabularon para hacer inviable su gestión. Nunca pudieron comprobar sus actos de corrupción. Un destacado abogado peruano que dista mucho de ser su adepto me confesó que el más mediocre de sus colegas hubiera podido desmontar cada una de las acusaciones que se le hicieron. Se violentó “legalmente” el estado de derecho sobre la base de una constitución elaborada y aprobada por una dictadura.
Tamaña presión, a la que no estaba acostumbrado ni preparado para enfrentar, lo llevó a cometer errores, el peor de ellos, no confiar en el pueblo ni convocar a una Asamblea Constituyente para que fueran los peruanos en la calle quienes defendieran su derecho a construir un país mejor. Lo cierto es que la tercera solicitud de vacancia no iba a conseguir los 87 votos necesarios para derrocarlo
Visto en perspectiva, fue mucho más honorable la salida de Manuel Zelaya por intentarlo que la de Pedro Castillo por su parálisis. Castillo no midió la correlación de fuerzas e incluso debió haber pensado que el instrumento decisivo para controlar del poder, que son las fuerzas armadas, lo apoyaban. Aunque tal vez, ni le pasó por la cabeza darse cuenta que no era así.
Dina Boluarte, gobernando en absoluta orfandad, ha tenido que ir reculando en sus objetivos. De afirmar que había sido elegida por el pueblo para gobernar hasta 2026, ha tenido que aceptar un adelanto de elecciones para 2024, aunque ya le ha hecho saber a algunos de sus partidarios más cercanos que tal vez esa fecha sea muy lejana. Fuentes amigas en Lima que han consultado a los magistrados de la Junta Nacional de Elecciones me han informado que ellos han comentado que estarán listos para que, sin violar la ley y tras una reforma constitucional, las elecciones puedan realizarse en julio-agosto de 2023.
Boluarte debería aceptar esta posibilidad, proponérsela a la clase política y esperar su respuesta. Los escenarios son dos: que la propuesta sea aceptada, tras lo cual seguramente se desactivarán transitoriamente las manifestaciones y el escalamiento de la violencia, aunque sin solución definitiva porque ella provendrá solo de la realización de una Asamblea Constituyente que cambie las reglas y genere condiciones para la gobernabilidad y la estabilidad política.
Pero, en caso que las élites representadas en el Congreso no acepten el adelanto de elecciones para 2023, se estará echando “gasolina al fuego” y habrá que prepararse para lo peor, incluyendo una guerra civil.
Un diplomático amigo acreditado en el Perú me ha dicho que las manifestaciones, más que apoyo a Castillo, son expresión del hartazgo del pueblo por el desprecio, la humillación, la marginación y el racismo de parte de la oligarquía limeña y el Congreso hacia los sectores humildes de la sociedad, en particular los del interior del país, de la sierra y de la selva.
Boluarte no tiene posibilidades de gobernar, no posee fuerza política o social alguna que la apoye, es una rehén del establishment, de la derecha representada en el Congreso y de las fuerzas armadas. Intentó apaciguar la situación nombrando un gabinete tecnocrático de tercer nivel que no tiene experiencia, capacidad ni manejo político para enfrentar una crisis de las dimensiones del conflicto que vive el Perú. Si las protestas siguen y escalan, el país va a ser militarizado, lo cual conducirá a la “legalización” de la represión sin que sea posible medir las consecuencias que ello tenga.
En el plano internacional se ha manifestado la incapacidad de la embajada de Estados Unidos para dar una respuesta a la situación, dándose la paradoja de que no se sabe si su inmovilidad es positiva o no. La declaración de 4 presidentes latinoamericanos solo se puede comprender como una manifestación de voluntades a partir de la obsesiva idea del presidente Gustavo Petro de considerar a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) como la sacro santa instancia que solucionará todos los problemas de la región.
Alberto Fernández, por su parte, ha pasado de llamar por teléfono primero y dar su apoyo a Boluarte, para ahora reconocer a Pedro Castillo a través de la declaración de los 4 presidentes. Un verdadero desatino, sobre todo cuando él, como presidente pro tempore de la CELAC debió haber convocado a la institución para buscar un punto de vista común respecto de la crisis peruana, de la misma forma como lo hizo Néstor Kirchner quien como secretario General de UNASUR convocó de inmediato a los mandatarios regionales a reunirse el 30 de septiembre de 2010 cuando se intentó dar un golpe de Estado contra el presidente Rafael Correa. Los jefes de Estado de la región acudieron a Buenos Aires esa misma noche ejerciendo una fuerte presión que jugó un papel importante en la resolución del conflicto en Ecuador.
Finalmente, dos actores decisivos de cara al conflicto se encuentran agazapados en medio de sus contradicciones. Esto se manifiesta sobre todo al interior de la iglesia católica en la que obispos “anti francisquistas” y “francisquistas” se debaten en la dicotomía de apoyar al gobierno y a los golpistas del Congreso o ejercer una fuerte presión hacia una solución más profunda y permanente del conflicto.
Por su parte, las fuerzas armadas conservan la tradicional posición golpista y reaccionaria de los últimos 50 años, pero un sector minoritario del ejército, heredero de la tradición velasquista se encuentra agazapado esperando un mejor momento -que no se sabe si se va a producir y cuándo- para ponerse una vez más, como hace 54 años, al lado del pueblo peruano y en defensa de sus intereses.
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