Por Juan Alaimes | Podría traerme y traerte los paisajes del sur, de Río Negro, de una Bariloche de elite, de sus lagos o montañas o el viento que te mece y te suplica andate, quedate. Pero no. Al final te llevo y me llevo a saber de Rafa. Mientras los comuneros de la familia Nahuel sostienen la recuperación del territorio ancestral allí arriba en el Mascardi, de Rafael Nahuel casi no se habla. Acaso de su matador sabemos que sigue sin ninguna causa a esta altura del año nuevo cristiano, en este enero del 18 en un año viejo indígena. A dos meses de su asesinato, el silencio es como el viento sobre el barrio: sordo.
El barrio se llama Nahuel Hue y es de los recientes barrios encapsulados de San Carlos de Bariloche. Está emplazado en a la salida de la ciudad, en los altos y es marginal. Casi sin servicios y corroído por los estigmas de la pobreza. Llego acompañado por alguien que fue uno de sus primeros ocupantes: «Ves, en esa esquina estuve yo casi dos años». Allí, casas precarias en medio de los caminos polvorientos. «Aquí» -me señala, los vecinos conocidos que apenas se asoman. ¿Como se sostiene este barrio? me pregunto. ¿Como viven los que malviven aquí? Del trabajo mal pago e inseguro en la construcción, del trabajo informal para los miles de turistas que pasan por la ciudad, me responden.
El sol está alto y fuerte, el barrio no. El antiguo camino al Challhuaco es la entrada principal que parte a las casas blancas de polvo en una herida que se pierde al otro lado de la picada. Ruka Che, un centro cultural recuperado armado sobre las paredes que albergaban un centro para menores. Aún se pueden ver los alambres de púa. Mi objetivo es asistir y registrar un mural que recordaría a Rafita. Pero no encontré mas que una carpintería. El mural se postergó para la semana siguiente.
La iniciativa social que lleva adelante el Colectivo Al Margen se llama “El semillero” y es allí donde tienen los talleres de carpintería. Los jóvenes del barrio y de otros lugares aprenden un oficio. O dos. El textil es otro de ellos. De pronto estaba en la carpintería donde casi todo un año trabajaba entre las mismas máquinas, el mismo polvo, las mismas maderas, tomaba los mismos mates y aprendía Rafel Nahuel.
El hueco, la ausencia, estaba habitada por el ruido de las máquinas. Cada jóven estaba con su equipo de seguridad y mi pregunta se asordinó con el ajetreo, con la concentración: Voy a sacar fotos ¿puedo? Trabajamos todos. No lo iba a saber hasta después, pero recorrí esas miradas concentradas, las herramientas, el silencio y la alegría con los ojos detrás de la espalda. A pesar del compañero muerto, la vida se aferra a esas vidas que al fin dan cuenta de algo sencillo. Está en el aire, Rafa está en el aire.